Llega a las librerías españolas Jettchen Gebert, la novia de Berlín, que he tenido el placer de traducir para Ed. Funambulista, con quien acabó de publicar también Yo, Franco, novela de dictador. A continuación comparto el posfacio que escribí con ocasión de la edición de este clásico de las letras alemanas:
Gracias, especialmente, a Jettchen Gebert y a su segunda parte, Henriette Jacoby, Georg Hermann fue uno de los autores germanos más conocidos y queridos de principios del siglo xx. En Alemania casi todo el mundo lo conocía como el «Fontane judío». Es posible que este apelativo tuviera su origen en la admiración que Georg
Hermann sentía por Theodore Fontane, a quien siempre consideró su modelo literario; es incluso más que probable que Georg Hermann lo considerase un elogio, pues a quién no le gustaría que lo compararan con uno de los grandes de las letras alemanas. Sin embargo era un elogio envenenado, que ponía el acento en su religión.
Georg Hermann Borchardt nació el 7 de octubre de 1871 en Berlín, el año en que finaliza la Guerra franco-prusiana, en una casa, que hoy ya no existe, de la Heiligegeiststrasse, en el distrito de Mitte. Fue el sexto hijo de un enfermizo comerciante de menaje, llamado Hermann Borchardt. La vida familiar estuvo marcada por la quiebra, en 1875, del negocio del padre. Después del temprano fallecimiento de este, «cuya vida y muerte fue la vida dura y la muerte amarga de los perdedores sin esperanza», su esposa se mudó con toda la prole al número 18 de la Bülowstraße, en una vivienda
que fue destruida en la Guerra mundial. A los diecinueve años, Georg puso punto final a sus estudios en el Friedrich-Werdersche Gymnasium y empezó a trabajar como
aprendiz en una empresa de corbatas: esta experiencia no cayó en saco roto, pues en sus novelas exhibe un conocimiento insuperable de la etiqueta de su tiempo, especialmente en nuestra Jettchen Gebert, en la que la familia adoptiva de la joven heroína posee un negocio de telas y sedas. Posteriormente, después de cumplir su
servicio militar en el Ejército de Prusia (concluido antes de tiempo debido a una afección respiratoria), encontró trabajo como ayudante en una oficina gubernamental de la ciudad de Berlín. Este sería el puesto soñado por cualquier joven sin medios de la época, pero Georg no aspiraba a labrarse una carrera en la administración pública, sino a realizar una vocación literaria, y a la salida de la oficina, en su tiempo libre, empuñaba la pluma y alentaba el sueño de ser escritor.
En 1896, Georg publicó su primera novela, Spielkinder [Juego de niños], «una autodescripción en forma de ficción», que no satisfizo las esperanzas de gloria que todo novel pone en su ópera prima, pero que le valió un puesto como crítico de arte en el poderoso grupo editorial Ullstein, con el que pudo asegurarse «una mínima existencia.» Georg Hermann debía de saber que, en su elección, por una vez su condición de judío suponía más una ventaja que un inconveniente, porque la familia Ullstein era judía. Fuera del trabajo, de 1896 a 1899, asistió como oyente a cursos de Literatura e Historia del Arte en la Universidad de Berlín, para «remendar un par de agujeros en el abrigo de mi educación.» Spielkinder es la única novela que el autor firmó con su nombre verdadero, Georg Borchardt. Después, por gratitud hacia su padre, quien a pesar de la pobre economía familiar siempre se esforzó por darle la mejor educación posible, decidió unir su nombre de pila al suyo como nom de plume.
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Georg Hermann fue un escritor prolífico que, a lo largo de su vida, firmó casi treinta novelas. En el período 1896-1900, después de la aparición de su primera obra, Georg Hermann escribió otras tres novelas. En 1901 se casó con Martha Heynemann, la hija de
un profesor, con quien se mudó al número 108 de la Kaiserallee (hoy Bundesallee), y la nueva vida de familia supuso un parón en su actividad literaria. No se sabe con certeza si tuvieron la culpa las obligaciones propias de un joven esposo y padre (en la Kaiserallee nacieron las cuatro hijas del matrimonio), o un necesario replanteamiento de su concepción literaria. Las cuatro novelas de Georg Hermann publicadas hasta entonces habían pasado sin pena ni gloria, y él era consciente de que debía modificar algo si quería cumplir su propósito de devolver el honor perdido al nombre de
su padre.
La espera mereció la pena. En 1906, Georg Hermann publicó Jettchen Gebert y, a la luz de los hechos, no es exagerado afirmar que se convirtió en el fenómeno literario del año en Alemania. En el período 1906-1909 se imprimieron 120 ediciones de la novela, cantidad increíble hoy en día, pero aún más asombrosa para la época. El éxito tuvo repercusiones que traspasaron las fronteras del mundo editorial. En 1908 publicó la segunda parte de la historia, donde nos encontramos a la joven Jettchen Gebert con el nombre de casada que da título a la novela, Henriette Jacoby, que superó a
su predecesora y alcanzó las 140 ediciones; fue tal el éxito que en 1918 el director Richard Oswald hizo una adaptación cinematográfica de ambas novelas, y en 1928 el compositor Walter Kollo compuso una ópera inspirada en los dos textos. Décadas más tarde, en 1978, Reinhard Baumgart llevó la historia de nuestra heroína al teatro. Sin embargo, el éxito de la saga no le supuso tal vez al autor todo el reconocimiento que esperaba, porque para el público de la época Georg Hermann no siguió siendo más que el «Fontane judío».
A primera vista, Jettchen Gebert puede parecer una sencilla novela de amor, con una protagonista que tiene que elegir entre el amor de Kössling, un pobre literato de fe protestante, y un matrimonio de conveniencia con un primo lejano llamado Julius Jacoby, el futuro marido que para ella han elegido su tío Salomon y su tía Rikchen, prósperos comerciantes de sedas con quienes convive desde que se quedó huérfana y para quienes solo cuenta «tener una profesión, ser algo, ¡ganar dinero! Si ganas diez luises de oro al día, para ellos eres mejor que todos los Goethe, Schiller y Mozart juntos.» A través de las peripecias existenciales de los Gebert, sus comidas familiares, sus alianzas y enemistades inveteradas, sus vacaciones en el campo, sus viajes de negocios y, por último, sus gestiones para concertar el matrimonio de conveniencia, Georg Hermann nos acerca a la vida de una acomodada familia judía en
la Alemania Biedemeier, entre el Congreso de Viena y la Restauración.
No obstante, aunque la novela transcurre en dicho período histórico, sus raíces se extienden más allá en la historia de Alemania, concretamente a las guerras napoleónicas, en las que lucharon algunos de los Gebert y en las que pereció el padre de Jettchen. «Esa guerra había determinado su destino, incluso antes de que tuviera derecho a opinar. Y ella había pagado un precio tan grande que odiaba su recuerdo tanto como lo odiaba el tío Jason, para quien la guerra había significado el punto final a todo lo que hasta entonces había empezado y emprendido.» En la literatura alemana
no hay otro ejemplo de novela ambientada en el medio judío que
ofrezca tanta profundidad histórica y sociológica: Jettchen Gebert
representa la tradicional familia alemana judía, como Los Buddenbrook de Thomas Mann la tradicional familia alemana cristiana.
Desde Romeo y Julieta, un romance imposible es una condición sine qua non para escribir una gran historia de amor. El amor entre Kössling y Jettchen es imposible porque él es gentil y ella judía. En cualquier caso, más allá del amor, el gran tema de la obra es el lugar que ocupan las familias judías en la sociedad alemana y los problemas de la asimilación. En un fragmento de Spielkinder, Georg Hermann describe la sociedad como: «individuos que en conjunto forman una gran máquina, cuyos dientes se engranan unos con otros»; siguiendo con la metáfora, en la Alemania de la primera mitad del siglo xix, si uno de esos dientes era judío ya no podía engranarse con los demás, sino solo con los de su mismo credo.
Aunque quizás ese no sea un rasgo exclusivo de ese tiempo y ese lugar, pues en la obstinada endogamia de los Gebert tal vez resida la clave de por qué el pueblo judío ha conseguido mantener su identidad durante más de dos mil años de diáspora. Esto nos llevaría a otra cuestión más peliaguda, esto es, si la defensa a ultranza de su identidad religiosa ha fomentado de algún modo las injustas persecuciones que ha sufrido el pueblo judío a lo largo de los siglos: nótese que es la familia Gebert la que rechaza a Kössling por su religión, y no al revés. «Sí, sí, y si usted fuese a hablar con mi hermano, podría decirle cuál sería su respuesta, pues, además de todo lo dicho, usted es cristiano», dice Jason a Kössling en respuesta a su intención de pedir formalmente la mano de Jettchen.
En 1910, Georg Herrman publicó Kubinke, Die Geschichte eines Berliner Frisörs [Kubinke, la historia de un peluquero berlinés], otro de sus grandes éxitos. En consecuencia, ya en 1912 la economía familiar era tan desahogada que el matrimonio se mudó con las niñas a una villa en el número 13 de la Trabener Strasse. El voyeur literario, ese al que le gusta echar un ojo en la intimidad de sus autores, podrá encontrar fácilmente en Internet fotos de Georg Herrman jugando al tenis en atuendo deportivo o disfrutando de otros placeres de la vida burguesa.
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Sin embargo, a pesar de las comodidades materiales, Georg Herrman no volvería a emular con ninguno de sus libros el éxito alcanzado con Jettchen Gebert y su secuela, Henriette Jacoby. La razón quizás haya que buscarla en los desencuentros conyugales que desembocaron finalmente en su divorcio, en 1918. Georg Hermann no permanecería mucho tiempo soltero, pues pronto se volvió a casar con una mujer con la que tuvo otros dos hijos. Desgraciadamente su segunda esposa murió en 1926, circunstancia que provocó la posterior reconciliación de Georg con la primera, quien adoptó a los dos hijos de la fallecida. O acaso la razón de que los días de vino y rosas del autor llegaran a su fin tampoco haya que buscarla en su azarosa vida personal, sino en el clima de tensión racial que empezaba a manifestarse en Alemania en esos años.
Jettchen Gebert probablemente no habría fascinado tanto al público alemán si no tocara un nervio muy sensible de la historia de Alemania y de Europa. En 1906, cuando se publicó por entregas la novela, el amor imposible entre un protestante y una judía había despertado la simpatía del público alemán, pero que hubiera disfrutado de la misma acogida una década después es más que cuestionable. No en vano, una década después, el crítico Adolf Bartels, célebre por su opiniones nacionalistas y antisemitas, lo acusaba de ensalzar «en las descripciones de las personas y las costumbres alemanas esa molesta arrogancia judía, que seguro algún día habrá de tener desagradables consecuencias para sus poseedores».
Sin duda el antisemitismo no era un elemento novedoso en la política alemana, pero durante la Primera Guerra Mundial se extendió a todos los ámbitos de la vida civil, incluido el de la cultura. La ideología de numerosas publicaciones era abiertamente völkisch, es decir nacionalista. En 1917, los infames Protocolos de los sabios de Sion llegaron a Europa y en Alemania alcanzaron 33 ediciones; como se ve, mucho antes de que Hitler llegara al poder (1933). En 1922, en plena guerra «cultural», apareció Juden in der deutschen Literatur [Judíos en la literatura alemana], del autor y editor Gustav Krojanker. El propósito de la obra era destacar la contribución de los autores judíos a la literatura alemana, pero el libro no hizo sino corroborar que dicha literatura ya se había dividido en una alemana y otra judía.
Georg Hermann contempló con horror el estallido de la Primera Guerra Mundial: «La absoluta crueldad de la guerra se puede resumir en una palabra, que pronunciamos irreflexivamente: campo de batalla». El campo de batalla de Georg Hermann fue siempre la cultura y sus armas la pluma, el papel y la tinta. Georg Hermann fue un literato en toda la extensión de la palabra, que cultivó la novela, el cuento, el periodismo, la crónica urbana y la crítica literaria y artística. No obstante, en respuesta al auge del antisemitismo, añadió el ensayismo político a su repertorio. Así, en 1919 publicó Randbemerkungen [Comentarios al margen]; en 1926, Der doppelte Spiegel [El espejo doble], y en 1935, Weltabschied [Despedida del mundo]. En estas obras Georg Hermann reflexiona principalmente sobre la cuestión judía y sus experiencias como judío alemán. A juzgar por sus palabras, él se reconocía como un ciudadano del mundo cuya patria era Alemania, y aspiraba a enriquecerla mediante la milenaria identidad cultural judía. «Si nosotros, los judíos alemanes, tenemos un perfil más internacional y cosmopolita, eso no significa que queramos renunciar a nuestra germanidad, pues nuestra única intención es abrir la ventana para que entre aire fresco en una habitación que huele a cerrado y podrido».
Desgraciadamente, a pesar de los esfuerzos de Georg Hermann por demostrar que no había ninguna contradictio in terminis entre lo judío y lo alemán, ciertamente en esa complicada habitación que era la Alemania de entreguerras olía cada vez más a cerrado y podrido. Por decirlo con las palabras de Friedo Lampe, otro autor de la época rescatado en lengua española por Editorial Funambulista, «en Alemania no se podía respirar». En 1933, con la llegada de los nazis al poder, los libros de Georg Hermann empezaron, junto a los muchos otros autores indeseables, a ser pasto de las llamas. El autor debió ser consciente de la profética frase de Heinrich Heine, «Ahí donde se queman libros, se acaba quemando también seres humanos». Pues después del incendio del Reichtag, a mitad de marzo de ese mismo año huyó con su mujer y sus dos
hijas más jóvenes rumbo a Holanda, donde gozaba de muchísimo prestigio como autor y sus libros estaban incluidos en los programas de lectura escolares. Georg Hermann escribió sus últimas novelas en el exilio holandés. El prestigio adquirido durante toda una vida dedicada a la literatura permitió a Georg Hermann seguir ejerciéndola en el
exilio, aunque fuera en condiciones precarias.
Pero eso fue también fatídico. Cuando la Wehrmacht cruzó la frontera holandesa
en 1943, uno de los primeros exiliados a quien buscó, y encontró, fue al escritor Georg Hermann, que por entonces tenía 72 años de edad y sufría del corazón. Los nazis lo internaron en el campo de concentración de Westerbork, en el noroeste de Holanda, desde donde lo deportaron posteriormente a Auschwitz. A día de hoy, la fecha exacta de su muerte sigue sin poder determinarse; por entonces el desenlace de la II Guerra Mundial era todavía incierto, y los planes de depuración racial se ejecutaban con tanto celo profesional en Auschwitz que los biógrafos de Georg Hermann entienden que fue gaseado inmediatamente o poco después de su llegada, el 19 de noviembre de 1943.
Murió el hombre, pero pervivió la obra. No obstante, la vida de las obras literarias depende del veleidoso gusto de los lectores. La de Georg Herrmann no es la excepción a la regla, después de la Segunda Guerra Mundial, a medida que Alemania recuperaba la
normalidad, ha tenido sus altos y bajos, pero, con Jettchen Gebert y Henriette Jacoby a la cabeza, no ha dejado de ser una presencia constante en las estanterías de las librerías alemanas. Y no sólo en las librerías, sino en toda la vida cultural alemana, como revela el hecho que la última adaptación cinematográfica de una de sus novelas,
Rosenemil, haya tenido lugar en 1993, por el director Radu Gabrea. La vida del autor no ha merecido menos atención, tanto en Alemania como fuera. En 1974 C.G. van Liere publicó una biografía del autor en Amsterdam, Georg Hermann: Materialien zur Kenntnis
seines Lebens und seines Werkes [Georg Hermann: materiales para el conocimiento de su vida y obra]. En 1999 fue el turno de Kerstin Schoor, Der Schriftsteller Georg Hermann. En 2004 Godela WeissSussex, Georg Hermann, deutsch-jüdischer Schriftsteller und Journalist [Georg Hermann, escritor y periodista judeo-alemán]. Y más recientemente, en 2019, era John Craig-Sharples quien publicó en Cambridge Georg Hermann. A Writer’s Life.
Tanta atención no es inmerecida, tanto la vida como la obra del autor son testimonio de una de las épocas más convulsas de la Historia. Los problemas que desencadenó el Holocausto no se resolvieron con la derrota del nazismo, están demasiado enraizados en la Historia de Europa para que se solucionen con una guerra, ni siquiera con una mundial. En los años ochenta y noventa el monumento en honor al escritor en el parque que lleva su nombre, el Georg Herrmann Garten de Berlín, en el barrio de Fridenau, que en su novela Der kleine Gast [El pequeño invitado], debido a sus muchas zonas verdes, definió como «El Dorado de los duendes», fue objeto de constantes actos vandálicos por grupos de extrema derecha. La obra de Georg Herrmann no tiene la solución a los problemas del pasado, el presente y el futuro, ningún libro la tiene, pero nos ofrece un fiel retrato histórico del Berlín del siglo xix y quizás, después de su lectura, estemos en mejores condiciones de comprenderlos, no porque esta arroje luz sobre las encrucijadas de la historia, que en cualquier caso no es el fin de la literatura, sino porque la arroja sobre las del alma humana, que es su esencia.
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¿Por qué ha permanecido inédito hasta hoy en lengua española un escritor de la calidad de Georg Hermann, cuyas novelas la Enciclopedia de autores alemanes define como «literatura de entretenimiento, pero literatura de entretenimiento de nivel, como rara vez en Alemania, pues su poder de atracción no reside en el sensacionalismo, sino en el detalle cultural, social e histórico, la descripción crítica del medio social y la disposición de los caracteres y la acción en el centro de los acontecimientos políticos»? Esta cuestión, aunque de menor calado que la génesis de los conflictos históricos, puede ser sin embargo más difícil de elucidar que estos. En consecuencia, en lugar de aventurarme en pesquisas que acaso extenderían este texto ad infinitum, y enredar al lector en los complejos azares editoriales que determinan el destino de las novelas,
considero más juicioso ponerle punto final aquí, agradeciendo a la Editorial Funambulista su infatigable labor de arqueología literaria, sin la cual el lector no podría disfrutar de los tesoros perdidos del pasado, limpios del polvo de los siglos, para que brillen por toda la eternidad.